Con el final de las vacaciones el mundo vuelve a la normalidad,
laberinto de la vida corriente. Entre un importante sector de la sociedad,
infancia y adolescencia incluidos, el ciudadano de a pie vuelve a encontrarse
con la cruda verdad del cotidiano vivir, con todas las luces y las sombras que
cada día nos sorprenden con nuevos matices. Con la reanudación del curso
escolar reaparecen por doquier, como renuevo de algún suceso de última hora,
las noticias acerca de la violencia escolar que ya en su día al primer ministro
francés, Leonel Jospin, le llevó a declarar que “la violencia escolar se ha
convertido en un verdadero problema político”; de hecho, durante los últimos
veinte años el gobierno de al otro lado de los Pirineos ha lanzado cuatro
planes de actuación contra la delincuencia en la escuela. Como podemos ver el
problema se ha generalizado; no es un mal que sólo nos afecta a nosotros, lo
que no quiere decir que no nos importe y que nuestra postura deba ser la de
verlo pasar con los brazos cruzados. Cuando a los males -y éste lo es- no se
les pone remedio, se agravan cada vez más. Los motivos para que el nefasto
fenómeno se produzca hay que buscarlo en lo que tiene de reflejo de lo que es
la sociedad en cada momento. Según E. Debardieux, director del Observatorio
Europeo de la Violencia Escolar con sede en París, “existe una sociología de la
violencia que recubre la excursión”, y añade cómo “ciertos medios audiovisuales
exaltan la violencia”. Situación cierta con especial efecto en las zonas
desfavorecidas y en los urbanismos degradados de las grandes ciudades, que
acrecientan el paro, las situaciones de pobreza, así como el ambiente familiar
infecto por no pocas de las modernas tendencias. Es buena cosa que la sociedad,
a la vista de lo que ocurre en algunos de los centros escolar del primer mundo,
se vaya ocupando del problema y ensaye posible soluciones al mismo, en las que
no debería faltar el respeto al trabajo, el principio de autoridad, y el que
los centros no se consideren escuela de instrucción únicamente, sino de
formación humana también, de educación en definitiva. Por parte de los padres,
que deben ser los primeros interesados en la educación de sus hijos, su función
principal no es otra que la de ser eficientes colaboradores del centro en el que
se forman, al ser posible sin interferir en la labor docente del profesor,
siempre que ésta se encuentre dentro de la línea marcada por el Reglamento del
Centro, sin olvidar que la educación recibida en la familia va a ser la base en
la que se apoye la personalidad del escolar durante el resto de su vida. Las
instituciones, tanto locales como nacionales, tienen también su papel, sobre
todo por cuanto se refiere al apoyo, mantenimiento y protección de los centros
que de ellas dependen, a veces un tanto descuidado pese a ser la más llevadera,
y no por ello la menos importante de cuantas entidades están comprometidas en
la tarea educativa junto a la que corresponde a los padres, a los profesores,
y, por supuesto, a los propios alumnos. Lo que sea la escuela de hoy será la
sociedad de mañana; y hay mucho que subsanar, ya lo creo.
EDGAR CORODBA REYES
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